jueves, marzo 04, 2010

VIII. Aquella tarde en donde se confabuló todo o, dicho de otro modo: la señal

(Tania Espinosa)


Un día después de tan desagradable suceso hice la famosa convocatoria: a las cuatro en casa de… (omito el nombre, puesto que todavía no teníamos ni idea de que necesariamente tendríamos nuevas identidades), sólo diré que fue en casa de la amiga A aprovechando su reciente independencia y también porque la amiga B vivía muy lejos y sus veintiún gatos nos ronronearían a toda hora y yo, la C, aún compartía techo paterno.


   Cuando llegué seguido del musical ding don me abrió un mozo de no malos bigotes que después de un breve saludo me invitó a pasar y, con una simpática sonrisa de simpáticos dientes hidrocálidos, encaminóse a una de las dos habitaciones del departamento aquel. “Es mi nuevo rumi, estudia filosofía”, se adelantó mi amiga A al notar mi boba mirada que lo seguía hasta el cierre de su puerta “Y ¿por qué no me habías dicho nada de este muchachón?”, le pregunté extrañada si ya sabe cómo soy. Pero está bien, me daría más gusto visitar a la señorita A pero aquello que me urgía sobrepasaba todo cambio de plan. Ya se encontraba la señorita B y, después de comentar los últimos sucesos, les expuse la idea.

   “Sí, algo he escuchado de eso pero y qué”, comentó la señorita B al tiempo que encendía el séptimo u octavo cigarrillo con la colilla del anterior. “¿Cómo que y qué?”, expuse enfática- “¡Es nuestra salvación!, ¿amamos a aquellos hombres, que no?, ¡por ellos damos y dimos todo pues!".


   Tanto la señorita A como la B asintieron muy convencidas de lo que estaba diciendo. Tengo que admitir que a veces me salen las palabras bien bonitas y con una vehemencia tal que logro convencer hasta de las ideas más descabelladas, obviamente éste no era el caso, es verdad que sí era una arriesgada aventura pero ¿descabellada? ¡no, por Dios! ¿acaso el amor tiene límites? Ya recordará el lector de los conocidos adagios que versan: “En el amor como en la guerra todo se vale” o “Del odio al amor hayan sólo paso” o, bueno, más coloquial: “Tu amor es una trampa, una trampa maldita”, interpretada por una chica de pocas ropas que omito su nombre porque me da pena exhibir mis referencias culturales, pero ahí está, ah!, pero qué me dicen de “Amar es una angustia, una pregunta, una suspensa y luminosa duda” ah, verdad?


   Total que me levanté ante la mirada y oídos atentos de aquellas dos amigas, compañeras, hermanas del dolor y continué diciéndoles que si en Suecia ocurrió en seis días, nosotras, en siete la armábamos. Claro que teníamos que resolver ciertas cuestiones, pequeños detallitos que resultaban ser pecata minuta en comparación de lo inmenso de nuestro amor. “Vámonos a la psicología pura, será una reacción normal, después de dos o tres días nos amarán y no podrán dejarnos. Sí, claro, es violentar su voluntad pero, acaso ¿ellos no lo han hecho ya con nosotras? ¿y nuestro bienestar emocional? ¿qué me dicen de los daños irreparables de nuestra salud mental? ¿se han preocupado por nosotras? ¿te ha llamado aquél, señorita B? ¿lo has visto, señorita A? A mí aquél me dice que está confundido, pero por mientras, se refina a otra ques que pa´ saber a quién ama… ¿no nuestro amor fue un encuentro de luz y ha sido para cada una de nosotras una gris despedida?...” Lo siento, me queda claro que tenía que poner mucho énfasis en el convencimiento, no siempre hablo así. Y terminé contundente, hasta creo que golpeé con el puño la mesa: “¡Vamos a quitarles lo confundidos, la pérdida del control al ser nuestros rehenes será tal que no tendrán más remedio que amarnos!”. En fin que las convencí, incluso, la señorita A sugirió que no fueran sólo siete días, ve tú a saber, igual hasta tendríamos nuestra esperada luna de miel.

   Ya muy entrada la noche, al salir felices y jubilosas de la casa de la Del Barrio (ahora sí ya teníamos nuestras nuevas identidades), conduje hasta mi casa recordando los últimos versos villarrutianos: “Amar es una angustia, una pregunta, una suspensa y luminosa duda, es querer saber todo tuyo, y a la vez el temor de al fin saberlo”. Carajo, por andar de preguntona el Vicario me había confesado de sus beneficios corporales de las señorita B…, ¡no, ni madres!, no me voy a referir a ella como señorita B, la Beatriz esa, que ni era dantesca, ni musa lozana, ni mucho menos puritana, había ocasionado que mi paraíso -ése sí dantesco- con mi ser amado se convirtiera en un infierno –dantesco también-, donde por un momento todos los pecados capitales se habían presentado frente a mí para ejercerlos a mi confesador; sin embargo, ya se sabe que nunca se debe perder el glamour en estos casos y, como una dama, así tal cual, como una dama, respiré y sólo dije: “Está bien, sé que estás confundido, te daré tiempo para ello”. Aunque por dentro me estuviera quemando los leños del desamor, así igualito que en la foto:



   y todos los lamentos dantescos vociferaran en mi cabeza ¡Cabrón, hijo de… cómo pudo!, esto nunca, nunca, nunca podría ser olvidado pero mi amor es más grande y él lo valorará. Después de estas conjeturas encendí el radio y, entonces, LA SEÑAL, lo que indicaba que estábamos en lo correcto. De repente se abrió el cielo, ¡la epifanía!... juro por lo más sagrado que no estaba planeado, no había cassette ni CD, ni siquiera me acordaba que tenía en la memoria laaaaaaaaaa zetaaaaaaaaaaaa, ¿¡yo, la zeta, por favor!?, pero ahí estaba, a la mitad de la canción “Tu amor es una trampa, una trampa maldita…” Y me quedó claro: tenía que ser así.

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